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martes, 23 de noviembre de 2010

Toros y Cultura*

"A los ataques contra los toros que proliferan en la España de hoy, tanto si proceden de la creciente sensibilización animalista de la sociedad como de las coartadas identitarias del nacionalismo catalán o de los intereses coyunturales de otros sectores de la política, suele responderse invocando la extraordinaria dimensión cultural de la fiesta y su riquísima proyección en la obra de grandes figuras del pensamiento y de la creación artística. Y no les falta razón a quienes así proceden, al recordar la conocida afirmación de Ortega sobre la imposibilidad de entender la historia de España si se prescinde del impacto social, cultural y hasta político de la corrida, o a la de Lorca cuando decía que el toreo era la «fiesta más culta» y la «riqueza poética y vital» más grande de nuestro país. Ambas aseveraciones resumen a la perfección la apabullante presencia de los toros en la conformación mental, emocional y hasta espiritual de los españoles y en su peculiar visión del mundo, aun en la de aquellos que se declaran indiferentes o contrarios a la fiesta.

Argumentos éstos que desde mi punto de vista admiten poca discusión si bien, como siempre ha ocurrido en España con el fenómeno de los toros, tampoco están exentos de polémica. A pesar de haber contado siempre con la adhesión popular, los toros han sido también un factor de división en los círculos culturales de nuestro país, propiciadores en el curso del tiempo de intervenciones gubernamentales, restricciones normativas, anatemas de prelados y hasta bulas papales que si no lograron acabar con tan espontánea y democrática afición nacional a los «juegos» con los astados, sí acertaron a racionalizarla y encauzarla hasta culminar en el patrón actual de la corrida. En el siglo XVIII los ilustrados abogaron contra ellos en nombre de la modernidad, el europeísmo y la liberación del pueblo de las cadenas del «panem et circenses». El novelista Eugenio Noel, a comienzos del XX, levantó una verdadera cruzada antitaurina. Y hoy contemplamos atónitos la doble moral de quienes en nombre de un supuesto humanitarismo prohíben algo tan racional y codificado como es la corrida a la vez que blindan legalmente el maltrato a unos animales dejados al albur y el descontrol de las masas. Una paradoja que poco tiene que ver con la sensibilidad y mucho con el cinismo.
Nada habría que objetar a los actuales detractores de los toros si sus legítimas discrepancias no vinieran envueltas en el prurito prohibicionista que se está imponiendo en la vida española. No basta con atacar a la fiesta, cosa que a los aficionados a ella, vistos los citados precedentes históricos, ni puede ni debe extrañarnos. Lo novedoso es la voluntad de ir desterrándola del horizonte mental de los españoles. Si no puede suprimirse, hay que silenciarla, eliminarla de las pantallas televisivas, relegarla a horarios extemporáneos o reducirla al morbo de la cogida. La inmadurez de la democracia española y el complejo de inferioridad que en este terreno nos aqueja no permiten ni siquiera reconocer su enorme peso histórico y su fuerte arraigo cultural. Menos mal —¡quién nos lo iba a decir!— que siempre nos quedarán los franceses, inmunes por fortuna a tan ridícula obsesión autocensoria.
Responder a tales excesos con el argumento del impacto que la fiesta ha tenido y tiene en el pensamiento, la literatura, la música o las artes plásticas, aun tratándose de una razón esencial, no deja de ser un modo oblicuo y subsidiario de defenderla, algo así como buscar fuera de los toros las razones de su sentido y por lo tanto de su indiscutible legitimidad. Puede dar la falsa impresión de que quienes abogamos por ellos no andamos sobrados de razones propias y de que en el fondo hay que apoyarse en la «muleta» del arte y de la cultura para salir del apuro. Nada más lejos, sin embargo, de la verdad. El toreo no necesita ninguna «muleta» ajena que lo legitime. No es sólo una fuente de inspiración para los grandes genios del espíritu sino un hecho cultural y artístico de primer orden cuya excelencia procede de su propia naturaleza. Los aguafuertes de Goya o los cuadros de Picasso, la Carmen de Bizet o el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías y tantos y tantos otros testimonios del arte universal denotan hasta qué punto el toreo ha fascinado siempre a los espíritus más sensibles. Pero lo que hace grande a los toros y diferente a cualquier otra manifestación del genio del hombre es su profundo significado antropológico y su propia riqueza estética. Éstos son, en mi opinión, los ámbitos en los que hay que plantear el verdadero debate sobre la fiesta.
En el orden de la antropología los toros constituyen una auténtica reliquia del pasado que paradójicamente sigue teniendo virtualidad en el presente porque escenifican a lo vivo el sentimiento trágico de la vida, un imperativo que no caducará nunca por mucho que el hombre de hoy se empeñe en enmascarar el hecho cierto de su muerte. Y en el orden estético, el toreo es el resultado de un asombroso proceso de estilización de la realidad más elemental y descarnada, desposeída milagrosamente de su carga de primitivismo por la función sublimadora del arte. Es ahí, en esos terrenos que le son propios, donde tenemos que defenderlo sin complejos."

*Artículo de D. Rogelio Reyes Cano, Catedrático y Director de la Real Academía Sevillana de Buenas Letras.
Publicado en el Diario ABC de Sevilla del dia 23/11/2010.

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